LA ELECCIÓN DE CONVENCIONALES Y LOS DESAFÍOS QUE VIENEN
A pesar de los optimistas augurios de muchos dirigentes políticos y expertos electorales que señalaban que tanto la derecha como los decadentes partidos de la vieja Concertación lograrían recuperar protagonismo en el escenario electoral, lo que finalmente ocurrió es que ambos pilares del duopolio que ha administrado el modelo neoliberal heredado de la dictadura cosecharon una estrepitosa derrota en las urnas. Ni los pronósticos basados en las encuestas, ni la ostensible ventaja que daba a la derecha la gran proliferación de listas opositoras, sobre todo de candidatos independientes, ni la baja concurrencia a las urnas, sobre todo en las comunas que mayoritariamente habitan los sectores sociales más empobrecidos, nada de eso pudo impedir el descalabro electoral que sufrieron las coaliciones que han cogobernado el país desde 1990. Y esto se vio reflejado no solo en el resultado de la elección de convencionales sino también en la votación de las municipales y de Gobernadores Regionales.
El claro y contundente repudio
que les manifestó la ciudadanía en las urnas a los partidos que han
protagonizado la llamada "democracia de los acuerdos" da cuenta de un
cambio significativo que se ha operado en la conciencia colectiva de la gran
mayoría de la población. Este cambio deriva tanto de su progresivo desencanto ante
tanta promesa incumplida como de su creciente indignación por los atropellos y
abusos que ocurren a diario con la activa complicidad y displicente
indiferencia de la casta política. Ese desencanto e indignación, electoralmente
expresados ahora por medio de la parte políticamente activa de la ciudadanía, no
hace más que confirmar que efectivamente “Chile despertó” con la extraordinaria
rebelión popular de octubre de 2019. Esa formidable movilización social, así
como el avasallador resultado del plebiscito de 2020 ratificado ahora en esta
elección, dan clara cuenta del mayoritario deseo de cambios gatillado por el generalizado
y explosivo descontento social existente en el Chile de hoy.
Con un caudal electoral que
apenas se empina por sobre el 20% de los votos, la derecha dura quedó lejos de
obtener el anhelado tercio de convencionales a que aspiraba y que confiaba alcanzar
al presentarse sus partidos unidos a la elección. Parapetada tras la regla de
los dos tercios que, con la anuencia de los demás firmantes del llamado "acuerdo
por la paz", le había impuesto a la Convención para maniatar su labor,
esperaba tranquila poder bloquear allí cualquier intento de cambios profundos
del marco constitucional que rige al país. Es decir, la derecha esperaba poder
sujetar la labor de la Convención a esa lógica binominal según la cual un
tercio vale lo mismo que dos. Y para intentar dar cierto barniz de legitimidad
a ese vergonzoso amarre, los voceros de la derecha han sostenido muy sueltos de
cuerpo que esa regla de quorum supramayoritario habría sido aprobada por la ciudadanía
al concurrir a votar en el plebiscito del 25 de octubre. ¡Como si ella hubiese
sido consultada sobre este punto!
Lo cierto ahora es que los
partidos de la derecha, por sí solos al menos, no tendrán el poder de veto a
que aspiraban y que consideraban seguro para poder limitar sustancialmente el
alcance de los cambios a que aspira la ciudadanía. Y aun con el apoyo de
algunos de los convencionales independientes, de pueblos originarios y de la
vieja Concertación no les será fácil lograrlo dada la composición que
finalmente tendrá este organismo. A ello hay que agregar la fuerte derrota que
sufrió también la derecha a manos de las corrientes que se hallan más a la
izquierda del espectro político institucional en varios de los municipios más
emblemáticos del país que por largo tiempo habían sido parte de sus principales
bastiones. Tal es el caso de las municipalidades de Viña del Mar, Ñuñoa y
particularmente de Santiago. También la derrota de la derecha resultó ser
aplastante en comunas como Maipú y Valdivia. Por último cabe observar que tampoco
resultó efectivo el gran financiamiento de las campañas que hicieron los
grandes empresarios.
Por su parte, contrariando todas
sus expectativas, los obsecuentes y corruptos partidos de la ex Concertación
obtuvieron un resultado que ni siquiera en sus más pesimistas estimaciones se
habían imaginado. Sus votaciones sumadas, incluyendo esta vez a los liberales y
al PRO, no alcanzan a llegar siquiera al 15% de los votos distritales válidamente
emitidos. El partido más votado en la “lista del apruebo”, el PS, ni siquiera llega
a un escuálido 5% de ellos, el PPD al 3% y el PR al 2%. Por su parte, el otrora
poderoso PDC, con solo un 3,65% de los votos, apenas logró elegir de entre
aquellos que aspiraban a obtener un cupo en la Convención a solo uno de sus
militantes: el presidente del partido. En el camino quedaron varias de las
figuras más emblemáticas de sus pasados gobiernos: René Cortázar, Jorge Correa,
Carlos Ominami, Mariana Aylwin, Clemente Pérez, etc. En suma, toda esa
coalición que tanto alarde hizo de sus presuntos “éxitos” de alcance y
significación histórica, recibió esta vez un contundente repudio de la
ciudadanía.
Resulta interesante comparar los
resultados de la votación de convencionales con la de concejales municipales ya
que en esta última no se permitió conformar listas de independientes y la
presencia de candidaturas de este carácter fue mínima. El elector se vio así,
salvo excepciones, compelido a marcar una preferencia de signo partidario. Al
hacerlo, se constata que la pérdida de votos que sufren los partidos en la
elección de convencionales a causa de la presencia de las candidaturas
independientes y de pueblos indígenas es del orden de los 2 millones 500 mil
votos. En este cuadro, los partidos políticos que se vieron más claramente afectados
son los pertenecientes a la ex Concertación –agrupados ahora junto a dos grupos
menores en la lista del Apruebo– quienes experimentan una merma de casi 1
millón 200 mil votos. La derecha por su parte pierde poco más de 800 mil votos
y los partidos de izquierda agrupados principalmente en la lista del Apruebo
dignidad poco más de 500 mil votos.
La gran votación obtenida por las
listas de independientes, a pesar de que su gran dispersión jugaba en contra de
un mayor número de convencionales electos, es también una expresión de que la desconfianza
ciudadana en la corrupta y obsecuente casta política del duopolio sigue siendo
muy elevada. La mayor parte de la población no le perdona sus altos grados de
corrupción, las obscenas prebendas que se ha creado para sí misma, su irritante
nepotismo y su marcado desinterés por los problemas que aquejan a las grandes
mayorías, al tiempo que se muestran sumamente obsecuentes ante los intereses del
reducido pero poderoso grupo de grandes empresarios que controlan el país. Y el
resultado electoral, al evidenciarlo de manera indesmentible, da cuenta con
ello de una correlación de fuerzas que en la ciudadanía es hoy ampliamente
favorable para continuar avanzando en dirección a un cambio político efectivo
que a lo menos permita dejar atrás las políticas económicas neoliberales y su actual
blindaje institucional.
No obstante, es claro que el enorme
potencial de la movilización social que cobró forma en la rebelión popular de
octubre de 2019 no logró reflejarse con toda su fuerza sobre el escenario
electoral, dada la gran dispersión de las listas que buscaron expresarlo. Ello
no es sino una manifestación más de que la principal debilidad que acompaña a
la movilización social es la inexistencia de un sujeto político en que ella
logre reconocerse plenamente. En una importante medida esa movilización ha sido
la de un repudio generalizado y transversal a la casta política y una profunda
desconfianza en los partidos políticos como canales de expresión de sus
demandas. La conformación de las listas de independientes da cuenta ya de un
cierto nivel de avance, aunque aun primario, en la organización política de ese
potencial, predominando en general las iniciativas de carácter territorial (como
la lista del pueblo) por sobre otras más vinculadas a los movimientos y demandas
sociales específicas (educación, previsión, feministas, etc.)
Por otra parte, un sector importante
de los independientes responde, a pesar del discurso progresista que
esgrimieron durante la campaña, a sectores que mantienen nexos con el gran
empresariado, por lo que es dudoso que estén dispuestos a ir demasiado lejos
por un camino acorde con transformaciones sociales efectivas que la gran
mayoría anhela. Hay que considerar que incluso un parte de las corrientes que
se reclaman de izquierda mantienen posiciones ambiguas a este respecto tomando
como ejemplo de sus objetivos a los sistemas de protección social existentes en
Europa occidental, sembrando así ilusiones de corte socialdemócrata. Son pocos
los que plantean clara y abiertamente la necesidad de que el país recupere el
pleno control de sus riquezas naturales, limitando su atención a las reivindicaciones
en materia de educación, salud y previsión, ambientalistas, de género y
diversidad sexual, de pueblos originarios, etc. El discurso de estos grupos
puede ser entonces antineoliberal pero está lejos de ser anticapitalista.
Un fenómeno que no se puede pasar
por alto es el ya crónico ausentismo electoral. En el curso del domingo 16 se
temió que la baja participación electoral le permitiría a la derecha obtener
una importante ventaja ya que los mayores porcentajes de participación se
registraban en las comunas ricas. Si bien ello no sucedió, el ausentismo fue efectivamente
muy elevado, llegando casi al 60% del padrón electoral; un 10% menos que en el
plebiscito del 25 de octubre pasado. De poco más de 14 millones 900 mil
personas con derecho a sufragio concurrieron a las urnas solo casi 6 millones y
medio, restándose de hacerlo casi 8 millones y medio. En el padrón
correspondiente a los integrantes de los pueblos indígenas la participación
llegó apenas al 23%, lo que significa que casi 950 mil personas que podían
votar para determinar los cupos que les fueron reservados no lo hicieron, sea
porque no concurrieron a las urnas o bien porque prefirieron votar por algún
postulante de sus respectivos distritos.
Se ha señalado que el alto nivel
de ausentismo obedeció en parte a situaciones contingentes tales como los
temores asociados a la pandemia, las dificultades creadas por la falta de
movilización hacia lugares absurdamente alejados de los lugares de residencia
de los votantes y aun la simultaneidad de cuatro elecciones de alcances no del
todo claros para muchos. Pero es evidente que en su mayor parte este fenómeno responde
a la desafección ya crónica de una parte significativa de la población con
respecto al sistema político y sus integrantes. Si bien esto da cuenta de un
fenómeno que es necesario observar con cuidado, en lo inmediato es razonable
suponer que un mayor nivel de participación no habría arrojado un resultado electoral
significativamente diferente. De hecho, una elección es una gran encuesta de
opinión con una muestra que por su tamaño resulta ser bastante representativa
del universo. Por lo tanto, ella indica bien lo que al menos existe ya en
potencia y que será necesario luego transformar en realidad.
En consecuencia, lo que el
resultado de esta elección muestra en una perspectiva de más largo plazo es la
existencia aun de una gran reserva de fuerzas sociales que se hallan como nunca
potencialmente movilizables en función de sus demandas sociales específicas. Sin
embargo, no es para nada claro, más allá de la existencia de algunas corrientes
anticapitalistas que llaman a no participar en las elecciones, que una eventual
activación política de esa gran proporción de la población que se ha mantenido
al margen de esta contienda logre necesariamente llegar a movilizarse bajo el
influjo de fuerzas anticapitalistas. Como resultado de nuevas e inevitables
frustraciones y de la ausencia de un liderazgo revolucionario arraigado en las
masas no se puede descartar a priori que ese potencial de lucha pudiese llegar
a dar sostén a “populismos” de corte fascistoide como ya ha ocurrido en varios de
los casos más recientes de la experiencia política de América latina. Todo
dependerá de la capacidad que exhiban los revolucionarios para ofrecer a las
masas una perspectiva de lucha justa y clara, que resulte ante ellas tan
legítima como viable.
La crisis política que vive el
país es una expresión del gran descontento ciudadano acumulado en las tres
décadas de vigencia de la llamada "democracia de los acuerdos". Los
principales protagonistas de ese descontento han sido las jóvenes generaciones
que no se muestran dispuestas, como ocurrió con sus mayores, a aceptar las
continuas y abusivas imposiciones de los poderes fácticos que imperan en el
país. Ellas han podido constatar la gran disonancia existente entre los
discursos grandilocuentes y la práctica desvergonzadamente corrupta de la mayor
parte de la casta política, que fija un piso de salarios de hambre para la
población trabajadora mientras se niega a rebajar los propios excesivamente
altos. Esas jóvenes generaciones no se tragan el idílico cuadro de éxito con
que los medios controlados por la elite empresarial presentan al modelo
económico neoliberal vigente, pero que en la realidad solo resulta paradisíaco
para los grandes inversionistas al tiempo que constituye un infierno cotidiano
para la inmensa mayoría.
Pero sería miope pasar por alto
que el trasfondo de esta crisis política está dado por las contradicciones de
clase que surcan de un extremo a otro la sociedad chilena, articulando el
sistema económico y social vigente y configurando las relaciones de poder que imperan
en el país. La realidad de este sistema impone de manera inevitable como
criterio de racionalidad económica la valorización del capital por sobre la
valorización de la vida, es decir, prioriza, por sobre cualquier otra
consideración, la voracidad insaciable del capital, dictando así su pauta a las
decisiones políticas. Un criterio de racionalidad económica que descarga todo
el peso de los costos sobre las espaldas del pueblo trabajador a la vez que reserva
los beneficios a una minoría cada vez más rica y poderosa. Un criterio de
racionalidad económica que se justifica con una visión ideológica que se
propaga incansablemente a través de los medios de comunicación masivos, buscando
lavar el cerebro de las personas para convertir sus contenidos en verdades de
sentido común.
Los grandes mitos de la ideología
liberal se han visto rotundamente desmentidos por la realidad económica, social
y política de las últimas décadas en Chile. La idea de una sociedad abierta,
con iguales oportunidades para todos contrasta violentamente con la realidad de
una extrema desigualdad económica y social y con una legalidad diseñada
claramente en función del objetivo de preservar e incrementar esa desigualdad.
La presunta armonía espontanea que generaría la libertad de los intercambios
entre los intereses individuales y sociales se ve así ostensiblemente negada.
El dulce mito de la soberanía del consumidor en un mercado supuestamente
competitivo no pasa de ser una broma ante la persistente realidad de los oligopolios
y las colusiones en materia de precios. Las alegadas virtudes de los
equilibrios macroeconómicos operan sobre la base de ominosos y despiadados
desequilibrios macrosociales. La sociedad toda se ve constantemente
extorsionada por las abusivas exigencias que impone el gran capital.
Se trata, en suma, de las
contradicciones inherentes al sistema capitalista bajo la modalidad en que
ellas operan actualmente en las condiciones de un espacio económico periférico
como el de Chile. Es cierto que esas contradicciones se han visto agudizadas
hasta el extremo al vehiculizar ese afán de imposición total del capital que han
representado las políticas neoliberales. Pero es indudable que también
continuarán operando en la versión más moderada que representa una política de
corte socialdemócrata, viéndose ésta impelida a desconocer o postergar parte
importante de los derechos e intereses del pueblo trabajador. Por lo tanto, si el
gran objetivo a que aspira la mayoría es la construcción de una economía realmente
solidaria, articulada centralmente sobre el objetivo irrenunciable de la
valorización de la vida, ello inevitablemente exige como condición ineludible
proponerse y llevar a cabo la superación efectiva del sistema de explotación
capitalista.
La valorización del capital como objetivo
central que orienta e impulsa la actividad económica conlleva en cambio, necesariamente,
insuperables condicionamientos que se manifiestan en todos los males que la
población trabajadora del país aspira hoy a superar: desigualdad social aguda,
creciente exclusión social, superexplotación del trabajo, destrucción
ambiental, discriminaciones de todo género, etc. Y en un país de capitalismo
periférico como lo es Chile, por efecto de la intensa competencia que impera en
los mercados, conlleva además la presencia de barreras insuperables al
desarrollo autónomo de sus capacidades productivas. De allí que el capitalismo
mundial en sus áreas periféricas por lo general no ofrezca otra perspectiva que
la de perpetuar un modelo productivo de carácter extractivista, con fuerte
impacto sobre los ecosistemas y las condiciones laborales y salariales de los
trabajadores y con una creciente pérdida de soberanía frente a las abusivas demandas
de las grandes empresas del capital transnacional.
Si abordamos el examen de la
situación política nacional desde la perspectiva del objetivo estratégico que
hemos señalado, cabe preguntarse: la participación en estas elecciones y su
resultado ¿contribuye a potenciar la movilización social o necesaria e
inevitablemente la debilita? ¿Qué relación ella guarda con el desarrollo de los
fenómenos de conciencia política de masas? No se necesita ser muy perspicaz
para comprender que los resultados de esta elección no debilitan sino que
fortalecen las perspectivas de la movilización popular. No cierran sino que abren
buenas posibilidades de continuar manteniendo vivo el interés del pueblo
trabajador por los principales cuestionamientos que ha levantado en contra de la
realidad del Chile de hoy, con su pesada carga de injusticias, abusos y
desigualdades, posibilitando aumentar así su nivel general de conciencia
política sobre las reales causas de sus problemas y los cambios políticos y
económicos que se necesitan para poder superarlos.
A pesar de la enorme asimetría de
poder material con que se desarrolla esta lucha, cuando se instala y masifica
como ahora un clima de debate cívico que pone directamente en cuestión la
ideología de la clase dominante, la intervención activa en ese cuestionamiento –premunidos
de la incontestable fortaleza moral de los valores de la justicia– abre una
posibilidad cierta de cambiar el estado de cosas existente. El resultado de la
elección ha permitido constatar que el impulso a favor de un cambio profundo
por una real democratización del sistema político y un cambio radical de
orientación en el plano económico-social continúa vivo y que, a pesar de la
forzada desmovilización que le fue impuesta por la pandemia, tampoco se ha
debilitado. A pesar de todas las dificultades y trabas que ha debido encarar
para ocupar un lugar protagónico en la escena política, ese impulso ha logrado
plasmarse en un discurso claramente contrahegemónico, al menos con respecto a
las políticas neoliberales aplicadas hasta ahora.
Ello reafirma, como una elemental
constatación de realismo político, que si bien los espacios institucionales no
son el campo preferencial de intervención de las grandes mayorías del pueblo, sí
constituyen en cambio, por su incuestionable resonancia en el debate público, un
importante espacio de confrontación discursiva y disputa política. Un espacio que,
por ello mismo, no se puede ignorar ni dejar gratuitamente en manos de los
representantes, voceros y servidores de la clase dominante, siendo esto clave
para la maduración de la conciencia política y la acumulación de fuerzas que
todo proceso de transformación social necesita para poder abrirse paso y prosperar.
Para hacer posible una transformación real y profunda de la sociedad es
necesario darse a la tarea de incidir en la conciencia de la inmensa mayoría y
construir con ella una fuerza social y política capaz de lograr ese objetivo.
Se trata, en suma, de transformar el descontento en una fuerza real y efectiva
de transformación social.
El debate constitucional que se
avecina tenderá por su propia naturaleza a estar fuertemente centrado en el
diseño del sistema político-institucional, con sus procedimientos de generación
de autoridades y toma de decisiones, sin llevar necesariamente a cuestionar en
forma directa al sistema económico social vigente. Sin embargo, es claro que todo
avance en la democratización del sistema político será siempre resistido por la
clase dominante ante el temor de que en su seno se pueda llegar a cuestionar radicalmente
su situación de privilegio. Es por ello que se afana persistentemente por
mantener vigentes todo tipo de restricciones y artimañas para coartar el debate
político y distorsionar la libre expresión de la voluntad popular. Y es por
ello también que una lucha consecuente por la democracia solo está claramente
en sintonía con los intereses y aspiraciones de justicia del pueblo trabajador.
Esa es una puerta que al abrirse ayuda a crear las condiciones políticas
necesarias para la superación del capitalismo.
El eje de la disputa política cuando
ella invoca y se realiza bajo el manto protector de un proceso de real democratización
está en la legitimidad de los mecanismos a través de los cuales se adoptan las
decisiones y en la conveniencia de las propuestas que sobre esa base de
legitimidad se formulan. El principio clave es que el único y real fundamento
de un orden democrático radica en el efectivo ejercicio de la soberanía del
pueblo. Esto significa que el orden legal es legítimo, y por tanto respetable, en
la medida en que sea una genuina expresión de la voluntad popular. Lo
democrático entonces es permitirle al pueblo expresar libre y soberanamente su
voluntad, sin la espuria pretensión de coartarla con reglas y restricciones como
las que continúan tratando de imponer al futuro trabajo de la Convención los
firmantes del llamado acuerdo por la paz. Hay que impedir que el poder político
instituido por el orden normativo pinochetista pretenda seguir dictando así los
límites de lo posible, negándose a reconocer la soberanía del pueblo.
Más allá de lo meramente
político-institucional están todas aquellas aspiraciones ciudadanas de justicia
social que impulsaron la rebelión popular del 18 de octubre y que el actual
entramado constitucional y político ha logrado mantener a raya por tantos años
para beneficiar exclusivamente a esa exigua minoría rica y poderosa que mantiene
en sus manos las verdaderas riendas del poder. Una vez conocido el resultado de
la elección de convencionales se alzaron de inmediato voces que han buscado
desmerecer el profundo anhelo de cambios expresado por la ciudadanía. Se
descalifica esos anhelos como una mera expresión de voluntarismo, como si ellos
estuviesen en irremediable contradicción con lo que es materialmente posible. Lo
que se reputa posible, sensato y racional en tales discursos es lo que dictan los
criterios de racionalidad con que opera el sistema de explotación capitalista
en que vivimos y la clara pretensión de preservar incólume la continuidad del
mismo.
También hay quienes, desde la
perspectiva contraria, parecen subestimar el potencial revolucionario que puede
llegar a desarrollar la lucha por reformas que en sí mismas no trascienden los
marcos del sistema (nacionalizaciones, un sistema tributario progresivo, la garantía
de derechos sociales básicos en educación, salud y previsión, etc.). Pero lo
que el impulso de ese tipo de luchas claramente permite, a condición de basarse
en la movilización popular, es elevar los niveles de conciencia, organización y
movilización de las amplias capas de la población interesadas en tales
reformas, condición insoslayable de toda lucha revolucionaria. En rigor la
movilización popular no responde jamás a un proyecto político global y
claramente decantado sino siempre a las demandas específicas más sentidas y son
éstas las portadoras de un potencial revolucionario en la medida en que no
puedan ser cabalmente satisfechas en el marco del sistema y de las condiciones en
que éste se desenvuelve.
Por otra parte hay que pensar los
procesos revolucionarios no según un modelo determinado, fruto de algunas de
las luchas pasadas. La propia experiencia indica que cada proceso revolucionario
discurre por cauces enteramente originales. A lo más podemos extraer de tales
experiencias ricas enseñanzas políticas que nos ayudarán a visualizar mejor los
desafíos que enfrentamos. En consecuencia, debemos asumir el curso de las
luchas como parte de una realidad social abierta y cada vez más compleja, en
que la fuerza motriz de su dinamismo, en un sentido directo e inmediato, son siempre
los cambios en los estados de conciencia colectiva de la población y no las
formas específicas a través de las cuales dichos cambios se manifiestan. Lo
clave será, en todos los casos, empujar la movilización popular hasta lograr
que su fuerza logre plasmarse en transformaciones efectivas en las relaciones
de poder político y militar y en nuevas normas e instituciones que las
expresen.
Los desafíos que vienen ahora son
de gran significación política. El más importante será sin duda el de lograr que
la población siga de cerca el curso de la discusión en el seno de la Convención
Constitucional y que se movilice con decisión para ayudar a liberarla de los
amarres antidemocráticos que le impuso la desprestigiada casta política del
duopolio de los 30 años. Esto significa demandar que ella pueda actuar como una
Asamblea Constituyente plenamente soberana. Pero en el curso de los próximos
meses el desarrollo de estos debates se va a realizar, también, en consonancia
con las campañas correspondientes a la elección presidencial y parlamentaria de
noviembre próximo, lo cual contribuirá a acrecentar el interés de la ciudadanía
por las propuestas que formulen y el modo en que aborden los diversos problemas
las diversas fuerzas políticas en lucha. En consecuencia, encaramos ahora un
periodo político de gran trascendencia por las definiciones que se han de
adoptar sobre el futuro del país.
Es del todo claro que la clase
dominante, a pesar de la merma electoral de sus partidos, no ha perdido su
poder y que, manteniendo el control de las palancas claves del mismo, intentará
por todos los medios a su alcance revertir la desmedrada situación política en
que se encuentra. En efecto, cuando hablamos del poder aludimos a la capacidad
de una clase de imponer su voluntad sobre la población, capacidad que se funda,
en última instancia, en el monopolio de la fuerza por los cuerpos armados del
Estado. Por lo tanto, habrá que mantenerse alertas para evitar o contrarrestar
cada uno de los golpes de quienes hoy lo detentan. Pero cabe advertir que aun la
cohesionada obediencia de tales cuerpos armados ante los que detentan y ejercen
el poder en una situación de agudo conflicto político depende de que también ellos
reconozcan en estos a un mandato legítimo. Y esa obediencia se torna
inevitablemente incierta cuando las demandas que la población levanta en contra
de la autoridad pueden ser también acogidas por ellos como legítimas.
No obstante, el impulso
transformador enfrentará además el riesgo de verse empantanado por la estrechez
de miras y el espíritu conciliador que suelen manifestar algunas corrientes y
liderazgos que se presumen de izquierda y que parecen conformarse con
transformaciones puramente superficiales del sistema. Sería lamentable que finalmente
ello ocurriera. Para evitarlo será imprescindible poner el acento en el reimpulso
de las grandes movilizaciones de masas y en lograr una mayor articulación de
sus expresiones más combativas, reinstalando primero con fuerza las demandas
surgidas en respuesta a la represión de la movilización popular, exigiendo la
liberación de los presos políticos de la revuelta, el castigo de los represores
y la reparación a las víctimas de la violencia policial, aprestándonos a participar
luego activamente, junto a los más amplios sectores de la población, en el
debate político de fondo que deberá desarrollarse en el seno de la Convención.