CONSIDERACIONES SOBRE LA REBELION POPULAR CHILENA Y SUS PERSPECTIVAS
Carácter de la
movilización popular y sus efectos inmediatos
La enorme y multifacética movilización ciudadana que se ha estado desarrollando en Chile desde hace exactamente dos meses, más precisamente desde la tarde del viernes 18 de octubre, cuando se produjo esa masiva y memorable explosión del descontento social acumulado que le dio inicio, representa, tanto por su envergadura como por su persistencia, una verdadera rebelión popular que, a través de sucesivas oleadas de indignación, ha recorrido de un extremo a otro todo el país. Hasta en poblados pequeños y muy distantes de la capital, este descontento ha cobrado expresión a través de un sinnúmero y variadas formas de movilización y acción directa de la población, desde los simples caceroleos hasta multitudinarias marchas y concentraciones, llamados y realización de paros, rayados murales, interrupciones de tráfico, derribo de estatuas, exhibiciones artísticas callejeras de diversa índole, masivas cicletadas, etc.
El pueblo
trabajador se encuentra exteriorizando así un descontento profundo, que se fue acumulando
y acrecentando a lo largo de las últimas tres décadas hasta alcanzar una extensión
y explosividad imposibles de contener. Un descontento que, pasando por las
grandes movilizaciones protagonizadas por los "pingüinos" en 2006 y
los universitarios en 2011, se ha hecho carne y ha sido vehiculizado principalmente
por las generaciones más jóvenes, menos maniatadas y resignadas que las
anteriores –que viven a diario en una situación de gran
precariedad e incertidumbre– y al mismo tiempo más distantes y hostiles al
sistema político imperante, completamente subordinado a los intereses de los grandes
poderes fácticos empresariales. Ello, sin desconocer la importancia de muchas
otras manifestaciones de protesta, de carácter sectorial o local, que han jalonado
también este proceso.
Sin embargo, el
claro protagonismo de los jóvenes en la movilización que se desarrolla
actualmente no debiese ser gran motivo de sorpresa ya que no es algo
particularmente novedoso. Las grandes luchas sociales y revoluciones que hemos
conocido en la historia han sido siempre protagonizadas, en su mayor parte, por
las jóvenes generaciones de hombres y mujeres de las clases oprimidas. Lo
novedoso en la situación actual es la manera en que los manifestantes han
logrado convocar y coordinar sus acciones, a partir de iniciativas en gran
parte surgidas "desde la base" y con los difundidos medios técnicos
que hoy permiten comunicarse en forma directa y en tiempo real. Estos jóvenes
son en su mayoría los mismos que vienen manifestando desde hace años una gran
desafección al sistema político-institucional existente, absteniéndose masivamente
de participar en elecciones en que solo se les pide depositar su confianza en
otros para que luego los "representen" pero sin mediar consulta
alguna entre ellos.
En el contexto
de esta formidable movilización social, se han registrado también numerosas acciones
de violencia de características muy variadas, dirigidas en contra de bienes
públicos y privados. Si bien no es posible atribuir a muchas de estas acciones una
motivación directamente política, es del todo evidente, tanto por el gran
número de personas que en muchos casos se han visto involucradas en ellas como
por su inusitada recurrencia, que a su modo ellas también son consecuencia, y a
la vez un reflejo, de la profundidad de la crisis social que sacude actualmente
al país. Incluso en los casos en que tal motivación política efectivamente ha existido,
no puede desconocerse que dichas acciones resultan ser, a fin de cuentas, una
exteriorización elemental de indignación y rebeldía, por largo tiempo
contenida, ante una realidad social fuertemente marcada por múltiples e injustificables
abusos e injusticias.
Se ha señalado
con cierta insistencia que esta rebelión popular ha tenido un carácter fundamentalmente
"espontáneo" ya que, de hecho, carece de una clara y definida conducción
política. Pero, por otra parte, como lo ilustra claramente la naturaleza de sus
demandas, ha estado muy lejos de ser caótica. De hecho, en toda movilización
espontánea siempre es posible descubrir, en sus formas de manifestarse,
variados elementos de conciencia y aun, por elementales que parezcan, de
organización política, aunque solo sea como resabios de una conciencia
histórica fecundada de múltiples maneras por las ricas experiencias de lucha del
pasado. Es eso, precisamente, lo que en definitiva expresan las demandas que se
levantan, y muy particularmente aquella que apunta a modificar el rayado de
cancha de la legalidad actualmente vigente: que se convoque a una Asamblea
Constituyente para elaborar una Constitución que goce de real legitimidad.
En todo caso, al
constituir esta movilización la expresión de un cambio de actitud y disposición
de lucha de vastos sectores de la población, por sí misma ella ha operado ya un
significativo cambio en la correlación de fuerzas en el plano político y
social. En efecto, como lo señala con fuerza un cántico que resuena en cada
una de las manifestaciones expresivas de esta multitudinaria rebelión popular, "Chile
despertó", convirtiendo a la calle en un escenario central de la acción
política en curso y transformando al pueblo movilizado en el actor protagónico del
mismo, lo cual ha forzado inevitablemente a operar un brusco cambio de la agenda
política del país.
Se ha abierto
así un amplio debate público sobre la imperativa y urgente necesidad de operar
cambios de fondo, que guarden una real consonancia con las aspiraciones y
demandas de la población, tanto en lo referido al sistema
político-institucional que regula el proceso de toma de decisiones, como al
diseño de las políticas económicas y sociales que han de orientar a futuro la
acción del Estado. El periodo de la lucha de clases que se inicia ahora ha de
estar largamente marcado por esta nueva realidad política en que se ha activado
y emergido con toda su fuerza a la superficie el profundo descontento social
que se mantuvo por tan tanto tiempo latente.
Causas inmediatas y causas profundas de esta crisis
Si la causa
inmediata de la rebelión fue la pequeña alza que las autoridades de gobierno habían
decretado en el pasaje del Metro de Santiago, ésta solo fue la gota que rebalsó
el vaso. Como señala un viejo y conocido proverbio chino, "una sola chispa
puede incendiar la pradera", y esto es lo que efectivamente ocurrió en
este caso. Si la pradera estaba ya suficientemente seca para que una simple
chispa de 30 pesos la pudiese incendiar, fue por los más de 30 años de abusos y
vejámenes de todo tipo que el pueblo trabajador ha debido soportar bajo el
modelo económico y político imperante. La gente sencillamente se cansó de
tolerar una permanente situación de injusticia. Es decir, se cansó de que, con
la mayor indolencia e impudicia, la minúscula elite gobernante y empresarial
del país pretendiese seguir exprimiéndola como un limón hasta su última gota.
Pero este
problema no se origina en la mera "actitud" indolente de la elite gobernante,
sino que procede de la estructura de intereses existente en el país. No es
casual que el pasaje del transporte público urbano de Santiago sea el más caro
de toda la región, porque en virtud del modelo de negocios en que se basa, de
él obtienen pingües ganancias no solo sus operadores privados, sino también la
banca y la empresa que aporta la tecnología computacional requerida. Y lo que
ha hecho crisis en este caso se replica en muchos otros ámbitos, respondiendo
al persistente empeño gubernamental por abordar la atención de las necesidades
básicas de la población no desde una perspectiva de servicio público, sino con una
lógica de negocios, cuyo fin primordial es maximizar las ganancias del
capital. Es eso lo que inevitablemente conlleva la privatización del transporte
público, de la provisión de electricidad y agua potable, de la educación, la
salud, el sistema de pensiones, etc.
Por lo tanto, la
esencia del problema radica en el criterio de racionalidad económica
imperante bajo el capitalismo y que opera sin restricciones en Chile, anteponiendo
la valorización del capital, como fin supremo e ineludible de la actividad
económica, a la valorización de la vida humana, es decir de las condiciones de
existencia de las personas. Más aun, en la lógica neoliberal del capitalismo
salvaje que hoy campea en el mundo tal criterio es llevado al extremo, de modo
que el Estado no solo debe abstenerse de intervenir en la provisión de bienes y
servicios públicos esenciales sino que debe incluso subsidiar a las empresas
privadas que lo hacen a fin de garantizar sus expectativas de ganancia. Y debe
además, mediante una legislación laboral diseñada ex profeso para impedir la
existencia de un sindicalismo fuerte y de una también débil legislación
ambiental, asegurar a dichas empresas la posibilidad de superexplotar a los
trabajadores y malograr impunemente el medioambiente.
En esta misma
lógica, en base a la legislación minera elaborada por José Piñera –hermano del actual Presidente– y establecida bajo la dictadura, pero aplicada
luego en toda su extensión por los gobiernos supuestamente
"progresistas" que le sucedieron, el Estado chileno no solo se ha
abstenido de explotar directamente, a través de CODELCO, los riquísimos
yacimientos de cobre más tardíamente descubiertos en el país, que como sabemos constituye
su principal riqueza exportable, sino que de hecho se los ha regalado a
poderosas transnacionales como la BHP Billiton, Angloamérica y otras. Es así
como, permitiendo que tales empresas exploten estos minerales en condiciones excepcionalmente
ventajosas para ellas pero extraordinariamente lesivas para el interés nacional,
se ha producido la enorme expansión minera que constituye la base real del
crecimiento económico experimentado por el país en las últimas tres décadas.
Otro importante
puntal de las políticas neoliberales del capitalismo salvaje de hoy es el
regresivo sistema tributario en que se basa el financiamiento público, y que el
gobierno de Piñera pretendía tornar mucho más regresivo aún. Un sistema que
ofrece al gran capital un trato privilegiado y a través del cual la población
trabajadora, y muy especialmente sus sectores más pobres, terminan soportando
una carga de impuestos proporcionalmente mayor en relación a sus escuálidos
ingresos que los sectores de rentas más elevadas. Es a consecuencia de este
sistema tributario, que exime a los ricos de aportar la contribución que
debiesen al presupuesto público, que las acuciantes necesidades sociales que
deberían ser adecuadamente satisfechas por el Estado se han visto sistemáticamente
desatendidas, al tiempo que la casta política y empresarial justifica tales
carencias alegando, con el mayor cinismo, la falta de mayores recursos.
A este enfoque
de políticas económicas, socialmente perverso pero entusiastamente aplaudido
por los círculos financieros internacionales y presentado ante todo el mundo
como un ejemplo digno de imitar, hay que añadir los altos niveles de corrupción
que se cobijan en las más altas esferas del aparato público: fraudes
millonarios al fisco realizados por las cúpulas de carabineros y las FFAA, la
compra de la casta política mediante el financiamiento de sus campañas
electorales y el pago de jugosos sobornos por el gran capital, los perdonazos
estatales a la evasión de impuestos por las grandes empresas, la colusión de
muchas de ellas para mantener precios artificialmente elevados por sus
productos, la deliberada y reiterada inacción de las instancias de
fiscalización para prevenir y castigar los delitos de cuello y corbata, etc.
La consecuencia
más palpable de todo esto es la extrema y persistente desigualdad social que impera
en el Chile de hoy en que el 1% más rico se logra apoderar de un tercio del
ingreso nacional. Una desigualdad que, además, los ideólogos y apologistas del
sistema intentan ocultar o minimizar con artilugios estadísticos supuestamente
"objetivos" que indicarían que, en lugar de aumentar ella ha ido
disminuyendo a lo largo del tiempo. Tal es el caso del mañoso uso que se suele
hacer del llamado índice de Gini, cuyos resultados resultan engañosos tanto por
la forma en que se obtienen los datos que le sirven de base empírica como los
términos puramente relativos en que se acostumbra a calcular y presentar su
resultado. Es precisamente contra toda esta obscena inequidad social que el
pueblo chileno se está rebelando ahora.
Las respuestas del gobierno y del sistema político a la crisis
La primera
reacción del gobierno consistió en desconocer la legitimidad de la movilización
iniciada por los estudiantes secundarios en contra del alza del pasaje del
transporte público, buscando impedirla mediante su simple criminalización. Ante
lo infructuoso y finalmente contraproducente de esa respuesta, que terminó por conducir
al generalizado estallido de protesta del 18 de octubre, el gobierno optó por
intensificar su despliegue represivo. Ello lo llevó a declarar al país en Estado
de emergencia, sacar a los militares a las calles y decretar un toque de queda
que, habiendo comenzado solo en la capital, debió extenderse luego hasta
localidades incluso muy pequeñas de todo el país. La política de mano dura, que
estaba inevitablemente destinada a cobrar una indeterminada cuota de víctimas
entre los manifestantes, fue justificada abiertamente por Piñera sosteniendo que
el país se encontraba "en guerra".
Ello le dio luz
verde a los aparatos represivos del régimen que, lejos de circunscribir su
accionar a la mera "preservación del orden público", lo orientan con
demasiada frecuencia a intimidar y agredir brutalmente a quienes simplemente ejercen
su derecho a manifestarse. Por ello las consecuencias de esta deriva represiva
del gobierno eran previsibles: decenas de muertos, centenares de heridos de
diversa consideración, miles de detenidos e incontables casos de maltrato
policial. La arista más macabra de esta represión, que ha sorprendido,
horrorizado e indignado a la población y a los organismos de defensa de los
derechos humanos, ha sido el continuo y creciente número de personas, en su
mayoría jóvenes que tomaban parte en las protestas, a las que los perdigones disparados
por carabineros le han reventado uno o aun ambos globos oculares. Ante la
denuncia de estos desmanes represivos la actitud del gobierno ha sido la de
intentar lavarse las manos, buscando eludir su evidente responsabilidad
política por estos hechos y descargar toda la culpa por lo sucedido en sus
ejecutores directos.
No obstante, al
verse sobrepasado por los acontecimientos, ya que los manifestantes no se
dejaron amedrentar y se resistieron a deponer la protesta, el gobierno decidió convocar
a los dirigentes de los diversos partidos políticos representados en el
parlamento a un diálogo dirigido a concordar medidas destinadas a calmar a la
población y establecer una nueva agenda legislativa que se hiciera de algún
modo cargo de las demandas ciudadanas. Como parte de este inevitable cambio de
táctica, Piñera llegó incluso a pedir perdón a nombre de toda la casta política
por no haber escuchado y atendido antes las demandas de la gente y anunció un
paquete de medidas que, si bien se orientan a palear en parte la agobiante
situación que afecta a la mayoría de la población, de hecho solo son "más
de lo mismo": pequeñas aspirinas neoliberales, que escamotean los problemas de fondo que esta crisis ha develado.
Incluso algunas
de esas medidas, pretendiendo dar satisfacción a la sentida demanda ciudadana de
terminar con los obscenos e irritantes privilegios de que actualmente goza la
casta política, se orientan en realidad a restringir los ya estrechos márgenes
democráticos actualmente existentes en el plano político-institucional, como lo
es por ejemplo la idea de disminuir en ambas cámaras el número de parlamentarios.
En lugar de una medida como esa, que tendería a binominalizar nuevamente la
composición del Parlamento, lo más conveniente sería proceder a eliminar el
Senado y establecer un sistema legislativo unicameral, con una más pareja
relación entre el número de electores y el número de parlamentarios que lo
componen. Ello permitiría alcanzar el triple objetivo de abaratar significativamente
el costo de la función legislativa, agilizar la tramitación de las leyes y
hacer del Parlamento un órgano más representativo del real sentir de la ciudadanía.
Pero es claro
que lo que el gobierno busca en realidad no es atender a las legítimas demandas
ciudadanas sino, por el contrario, intentar frenar, desalentar, deslegitimar y
finalmente neutralizar la movilización popular. Por ello ha centrado su esfuerzo
comunicacional en resaltar y exigir una condena unánime de las manifestaciones
de violencia que han tenido lugar en el contexto de esta convulsión social. Un
empeño que, sin embargo, pasa deliberadamente por alto que una paz verdadera
solo puede fundarse en la justicia. Y es por ello mismo también que, en nombre
de la democracia, ha presionado a la oposición a fin de lograr acuerdos que
permitan comprometer a sus distintos partidos en la canalización institucional
de las demandas ciudadanas. Con ello se pretende, además, dejar instalada en la
conciencia de la población la falsa idea de que es dicha búsqueda de acuerdos,
y no el estricto reconocimiento y respeto de la soberanía popular, lo que
constituiría la esencia misma de la democracia.
Sin duda, el
mayor logro del gobierno en este sentido, aunque no participara directamente
del mismo, ha sido el llamado "Acuerdo por la Paz Social y la Nueva
Constitución" dado a conocer el 15 de noviembre con la firma de los
presidentes de la mayor parte de los partidos políticos representados en el
Parlamento, desde la UDI hasta algunas corrientes del Frente Amplio. Como se sabe,
allí los suscriptores de este acuerdo explicitan ciertos consensos básicos para
llevar a cabo un eventual proceso constituyente sobre la base de su declarado "compromiso
con el restablecimiento de la paz y el orden público en Chile y el total
respeto a los derechos humanos y la institucionalidad democrática
vigente".
La única
concesión importante que, atribuyéndose la representación del pueblo
movilizado, la oposición logró arrancar a la derecha fue la convocatoria a un
plebiscito para dirimir la ya prolongada disputa en torno a la legitimidad de
la Constitución, abriendo con ello la posibilidad de dar inicio a un proceso
constituyente. Pero a cambio de ello, en dicho acuerdo se establece también el
itinerario, plazos y condiciones a que debería atenerse ese proceso, incluido
un altísimo quórum de dos tercios para la aprobación de las normas de una nueva
Constitución y del reglamento de votación de las mismas, todo ello a entera
satisfacción de quienes hasta ahora se han empeñado y se seguirán empeñando en
mantener las cosas tal como están. Para viabilizar este acuerdo en el marco de
la institucionalidad vigente se deberá proceder a tramitar una reforma a la
actual Constitución en los términos que establezca la Comisión Técnica que se
acordó constituir para elaborar el proyecto correspondiente.
En esta
trasnochada versión de la "democracia de los acuerdos", cocinada a
espaldas de la ciudadanía entre gallos y medianoche, y concebida por quienes
detentan el poder como una gran operación de gatopardismo, lo más grave para
las perspectivas de la movilización popular ha sido la participación en ella de
algunas fuerzas que, como integrantes del Frente Amplio, justificaban su
existencia como una alternativa al duopolio, con un declarado compromiso de renovar
y trasparentar las prácticas políticas. Es por eso que el sector político más
duramente golpeado por el rechazo de gran parte de sus bases y componentes a la
firma de este acuerdo ha sido precisamente el Frente Amplio, sumido ahora en
una crisis terminal.
No obstante, la
general desafección de la inmensa mayoría de los movilizados de toda adhesión
partidaria, así como la participación en la protesta de una multiplicidad de
organizaciones sociales y políticas que no le reconocen representatividad a
quienes han sido parte de este contubernio y que, por el contrario, le han
manifestado abiertamente su repudio, ha
logrado impedir que dicha maniobra pusiera prosperar en su objetivo de poner inmediato
fin a la movilización en curso, reafirmando que la principal demanda de la
misma sigue siendo la convocatoria a una Asamblea Constituyente Soberana, es
decir, sin amarres ni tutelajes políticos de ningún tipo.
El país requiere de un cambio radical de orientación
El problema de
fondo, que esta gran movilización popular ha sacado finalmente a la luz, es el
fracaso del capitalismo periférico que existe actualmente en Chile y en
toda América Latina para impulsar, con algunas posibilidades de éxito, un
proyecto nacional de desarrollo independiente, susceptible de acoger y
satisfacer en alguna medida significativa los intereses más inmediatos del
pueblo trabajador y de respetar la vez la imperativa necesidad de salvaguardar el
medioambiente de su progresiva destrucción. Ha sido en virtud de ese fracaso que
los Estados de la región, respondiendo a los intereses de la clase dominante y dirigidos
por una casta política sumisa y venal, se embarcaron en el pasado reciente en la
implementación de las políticas neoliberales hoy imperantes, limitándose a competir
entre sí por atraer hacia los territorios que administran al capital imperialista,
como si éste constituyese la única tabla de salvación posible. Y para ello necesitan
ofrecerle las condiciones de explotación más ventajosas posibles. Es esto lo
que en definitiva se suele ofrecer a nuestros pueblos como el mejor de los
mundos posibles.
Pero, como la
experiencia indica de manera persistente, el paraíso de los capitalistas no
puede constituir más que un virtual infierno para los trabajadores, es decir
para la inmensa mayoría de la población, a lo que cabe añadir las grandes
amenazas que a escala global el capitalismo conlleva para la propia
supervivencia de la humanidad. La sumisión al gran capital se ha naturalizado
en el debate público que actualmente tiene lugar en el sistema político y los
medios de comunicación hasta el punto de aceptar prácticamente como una ley de
la naturaleza la permanente extorsión que aquél se halla en condiciones
de ejercer sobre el conjunto de la sociedad: si no se satisfacen sus exigencias
en materia de seguridad legal, tratamiento tributario o normativas laborales y
medioambientales, simplemente no llegará al país o, si ya está, se irá de él.
Lo que equivale a decir que nos quedaremos sin pan ni pedazo. Ni por asomo se
acepta considerar que existen otras posibilidades, modos alternativos y más
favorables de hacer las cosas y relacionarse con el inmenso poder que hoy detentan
a escala mundial las grandes empresas transnacionales.
Por lo tanto para
operar cambios de fondo se hace necesario comprender y reconocer que otro mundo
es no solo posible, sino también socialmente conveniente. Más aún, de que es
imperativa y urgentemente necesario, anteponiendo el interés social al
interés privado, poner al conjunto de la economía al servicio de nuestros
pueblos y en un trato definitivamente amigable con el medio ambiente. Lo que
está planteado ante nosotros, y que la crisis social y política en desarrollo
no hace más que potenciar con fuerza, es la necesidad de cambiar radicalmente
el eje del debate público, ampliando significativamente su horizonte visual y
colocándolo directamente en la perspectiva de un proyecto nacional de
desarrollo claramente basado en el reconocimiento, promoción y defensa de los legítimos
derechos, intereses y aspiraciones del pueblo trabajador.
Aquellos
sectores políticos que, pretendiendo expresar los intereses de este pueblo
trabajador, evitan cuestionar el carácter explotador y de clase de la sociedad
en que vivimos, de su modo de organización económica, su estructura social, su
ordenamiento político, legal e institucional y sus representaciones ideológicas
dominantes, operan de hecho como un escudo protector de la poderosa y
privilegiada minoría explotadora que detenta el poder real en el actual sistema
social. Todo su accionar se enmarca en el horizonte visual del sistema
capitalista y del Estado burgués que lo sostiene, reproduce y defiende, como si
este último constituyese un campo de disputa neutral, en cuyo seno todos
pudiesen caber en un pie de efectiva igualdad y resguardo de sus derechos.
De allí que la
articulación discursiva y línea de acción de estos sectores –que presumen representar
la presencia en el escenario político de una "izquierda democrática"–
se realice, sin matiz alguno, en nombre de la defensa de lo que podríamos
llamar la "democracia realmente existente", aún "con todas sus
limitaciones". Lo cual implica que todo su accionar práctico se enmarca en
el reconociendo del ordenamiento jurídico-político vigente como esencialmente legítimo,
como una genuina expresión de valores socialmente compartidos, rechazando a la
vez de plano, como una amenaza, y descalificando como "populista" e
"ideologizado", cualquier pretensión o intento de ir más allá de sus ostensibles
limitaciones de clase. Al igual que para la derecha, la esencia de un
comportamiento democrático, según este enfoque, estaría en una constante disposición
a "buscar acuerdos" entre las diversas fuerzas del espectro político,
realizando concesiones mutuas y descartando –esta vez de solo de palabra– toda
voluntad de imposición de unos sobre otros.
Sin embargo, tal
engañosa visión no solo pervierte completamente el significado del concepto de
democracia, que no es otro que el de poder del pueblo (demos =
pueblo, kratos = poder) –y que reconoce por ello como su principio
fundante y rector el de la soberanía popular–, sino que escamotea y
naturaliza también el hecho social objetivo de que actualmente no vivimos en una
democracia real, sino bajo la dictadura del gran capital, completamente
sometidos a él. Esa dictadura del capital se manifiesta ante nosotros no solo
en el ámbito público, reduciendo la democracia al mero acto ritual de votar
para elegir "representantes" que luego actúan y deciden por cuenta
propia –es decir a una simple forma, un mero disfraz, con el que las
instituciones del Estado buscan revestirse de una delgada capa de legitimidad: se
nos impone también en la vida cotidiana a través de la total discrecionalidad y
precariedad que impera en el mundo del trabajo.
Al revés de lo
que sostienen los políticos del sistema, en una democracia efectiva no puede
haber más voluntad soberana que la del propio pueblo, que a través de un adecuado
diseño político e institucional pueda autogobernarse y, por tanto, tomar su
destino en sus propias manos. Para gozar de real legitimidad, la ley debe ser
una clara expresión de la voluntad popular, algo que la actual clase dominante
jamás estará dispuesta a aceptar porque significaría el fin de su poder y sus
privilegios. Hacia allá es necesario avanzar en el Chile y el mundo de hoy.
Solo ello permitirá terminar no solo con toda forma de explotación, opresión y
discriminación sino también detener la catástrofe social y ambiental que actualmente
amenaza muy decisivamente el futuro de toda la humanidad.
La única
limitación que cabe imponer a la voluntad soberana del pueblo, lo único que no puede
depender del veredicto de una mayoría, por significativa que sea, es el
reconocimiento y respeto de los derechos de humanos. En un ordenamiento
jurídico democrático esos derechos, tanto políticos como civiles, económicos,
sociales y culturales, deben estar siempre debidamente garantizados. Pero todas
las normas que, más allá de esos derechos individuales, están llamadas a
regular la vida social y permitir el logro de sus objetivos comunes pueden y deben
corresponder claramente a la voluntad, democráticamente expresada, de la
mayoría. Por lo tanto, de lo que hoy se trata es, precisamente, de luchar, del
modo más claro y decidido posible, por la democratización radical de la
sociedad en todos los planos: económico, social, político y cultural.
Los poderes
fácticos y sus testaferros políticos buscan resguardar sus privilegios mediante
quórums extremadamente altos con el pretexto de evitar que una mayoría simple
circunstancial pudiese tener la tentación de pasarle una "aplanadora"
a la minoría. Pero lo cierto es que la única aplanadora antidemocrática que
hemos conocido en Chile es la que se plasmó en el sistema político
institucional que actualmente nos rige, impuesto con la fuerza del terrorismo
de Estado por esa misma minoría rica y poderosa sobre una mayoría despojada de todos
sus derechos políticos, fuertemente reprimida y totalmente silenciada. Y si
bien es razonable evitar que materias importantes sean dirimidas por una
mayoría escuálida, el quorum de dos tercios exigido por la derecha es excesivo y
tiene el efecto contrario de evitar que una voluntad suficientemente
mayoritaria pueda regir. En tal sentido es mucho más razonable establecer un
quorum de tres séptimos o de tres quintos.
Por otra parte,
cabe destacar las enormes posibilidades de una participación ciudadana directa
en las decisiones políticas que puso en evidencia la consulta realizada el 15
de diciembre por la mayor parte de los municipios del país, apoyada en una gran
parte en los modernos medios de registro, transmisión y procesamiento
electrónico de datos. Todo indica que a futuro el proceso de democratización de
las decisiones políticas deberá marchar precisamente en esa dirección, mediante
consultas directas a la ciudadanía.
Fortalezas y debilidades de la rebelión popular
De una manera
aparentemente paradojal, lo que inicialmente parecía ser la mayor fortaleza de
la rebelión popular, esto es la gran transversalidad social y política de su
convocatoria, debida precisamente a la ausencia de una conducción política
clara y definida, se ha evidenciado rápidamente también como su mayor debilidad.
En efecto, y como enseña clara y categóricamente la experiencia histórica, en
ausencia de una conducción política que, gozando de real autoridad y
reconocimiento por parte del pueblo trabajador, pudiese unificar las demandas y
encauzar audaz y consecuentemente la lucha en una perspectiva de clara
transformación social, la fuerza del descontento popular se encontrará a poco
andar en un callejón sin salida. Podría incluso llegar a derribar un gobierno,
como ya ha ocurrido tantas veces en la historia reciente de América latina,
pero muy difícilmente podrá abrir paso a uno que efectivamente encarne los
verdaderos intereses y aspiraciones que lo hicieron estallar.
La ausencia de
una dirección política capaz de dar una expresión consistente y de largo
aliento al descontento popular es, sin duda, fruto del vacío dejado por el colapso
programático de la vieja izquierda, fuertemente golpeada por sus catastróficas derrotas
tanto en el plano nacional como internacional, y de la enorme confusión que
impera en la mayor parte de las corrientes emergentes. Ello se traduce en la enorme
dispersión política y organizativa actualmente reinante y en una práctica completamente
errática, impregnada en parte por ilusiones reformistas y en parte también por actitudes
vanguardistas no menos ilusorias. Como decía Lenin, "sin teoría
revolucionaria no puede haber tampoco práctica revolucionaria". Por lo
tanto, tomará aun un largo espacio de tiempo antes de que una izquierda consistentemente
socialista y revolucionaria logre constituirse y abrirse paso hasta enraizarse
profundamente en el pueblo trabajador y superar así las carencias que por ahora
impiden ir más lejos.
A nuestro haber
contamos, sin embargo, con una rica experiencia de luchas, propias y ajenas, de
las que podemos extraer importantes lecciones a fin de generar mayores
posibilidades de éxito. Luego de cuatro décadas de luchas sociales y políticas
en que para acumular fuerzas supo utilizar todos los medios y tribunas a su
alcance, la izquierda chilena se encontró entre 1970 y 1973 a las puertas
mismas del poder, pero sin saber desplegar en los momentos decisivos la
capacidad que se requería para alcanzarlo. En el lenguaje acuñado por Gramsci,
logró acumular fuerzas sobre la base de perseverar en una larga "guerra de
posiciones" frente al poder del Estado burgués y de las instituciones de
la sociedad civil a través de las cuales la clase dominante ejerce normalmente
su hegemonía, pero no se mostró capaz de realizar el viraje estratégico
necesario hacia una "guerra de movimientos" en los momentos más
álgidos del conflicto entre "los de arriba y los de abajo", es decir,
del conflicto entre las clases.
Necesitamos aprender
de esa experiencia y tener en cuenta sus lecciones a fin de definir cursos de
acción que permitan abrir una posibilidad real de cambiar radicalmente la sociedad
en que vivimos. En lo inmediato, en el contexto de la actual coyuntura, en que
a nivel social se ha operado un cambio favorable en la correlación de fuerzas,
resulta imprescindible que las corrientes subjetivamente revolucionarias logren
identificar con claridad los contenidos y formas de lucha que, llevando las
cosas tan lejos como resulte en cada momento posible, les permitan acumular una
fuerza real en el plano político. Ese ha de ser por ahora su objetivo
estratégico. Ello les exige comprender y asumir cabalmente el carácter
esencialmente comunicativo de la lucha política, prestando especial atención no
solo al contenido de las consignas sino también a la pertinencia de las formas
de la acción que es preciso impulsar en cada momento específico. Y supone
también entender la importancia clave de todos los escenarios y espacios
públicos en que su intervención puede llegar a concitar la atención y adhesión de
las amplias masas del pueblo trabajador.
En este sentido
resulta crucial considerar atentamente el argumento de legitimidad que,
invocando valores que se presumen socialmente compartidos, está llamado a servir
de fundamento y justificación a cada una de las iniciativas de acción política.
Es del todo claro para nosotros que la adhesión a dichos valores por parte de
la clase dominante y de todo el personal intelectual y político que se
encuentra a su servicio –muy particularmente en el caso de la justicia social y
la igualdad ante la ley– es puramente retórica, y por lo tanto completamente hipócrita.
Pero eso es, justamente, lo que necesitamos poner públicamente de relieve y rechazar
de manera tajante y permanente a fin de lograr la adhesión y, más aun, el
involucramiento activo de las amplias masas del propio pueblo trabajador en la
lucha por sus derechos, intereses y aspiraciones.
Se suele decir
que "las palabras crean realidad", pero lo que en verdad crean es
claridad o confusión, en la mente de los sujetos, con respecto al real
significado de lo que acontece a su alrededor, y con ello generan también una
determinada predisposición a la acción, en una u otra dirección. En la época en
que vivimos la palabra suele ir acompañada, a través del gran uso alcanzado por
las "redes sociales", de una muy amplia difusión de imágenes, lo que
en definitiva potencia enormemente la fuerza de los mensajes. De modo que el ámbito
comunicativo sigue constituyendo, como en el pasado, el campo esencial de la
confrontación política que se halla permanentemente en desarrollo. La función
de la agitación y la propaganda de las fuerzas en conflicto consiste
precisamente en incidir sobre el comportamiento de las amplias masas y orientar
también la actividad de los sectores de vanguardia, aspectos ambos que finalmente
permitirán dirimir, sobre el terreno de las iniciativas de movilización
propiamente tales, el conflicto entre las clases.
En este sentido,
más allá de su eventual motivación inmediata, la pertinencia de cada acción ha
de ser juzgada por las corrientes políticas revolucionarias por la contribución
que efectivamente sean capaz de aportar a su incesante empeño por elevar los
niveles de conciencia, organización y movilización política no tanto de los
sectores de vanguardia, ya politizados, sino ante todo de las amplias masas
populares, cuya fuerza numérica y cuyo involucramiento efectivo en la lucha
resulta del todo indispensable para vencer. Y en esto juegan siempre un rol
clave los argumentos de legitimidad que se ponen en juego, los cuales se hallan
asociados tanto a consideraciones de justicia como de conveniencia social.
En consecuencia,
es por referencia, tanto al argumento de legitimidad con que cada acción se
justifica, como a las posibilidades que abre la correlación de fuerzas
existentes en cada momento, que corresponde considerar, en cuanto a su
oportunidad y a sus formas específicas, el rol que ellas puedan llegar a tener
en el curso de la lucha. Y este ha de ser también el criterio para juzgar el
significado y la pertinencia de las acciones de violencia política. Desprovistas
de un basamento de racionalidad política y moral susceptible de justificarlas
plenamente ante los ojos de las amplias masas de la población trabajadora,
ellas solo pueden resultar contraproducentes.
Perspectivas inmediatas de la lucha popular
Las demandas
vehiculizadas por la rebelión popular han sido múltiples y variadas. Entre
ellas cabe mencionar, entre las más nombradas y sentidas, las referidas a los
niveles salariales, de las pensiones, las precarias condiciones de la atención
pública de salud, el precio de los remedios y de los servicios básicos, el
endeudamiento por CAE, los derechos de agua, la situación de las mujeres y de
los pueblos indígenas, los privilegios de la casta política y la corrupción.
Pero el número de demandas está lejos de agotarse en ellas y sus soluciones
apuntan a la necesidad de cambios estructurales. En esa perspectiva han
comenzado a mencionarse también la necesidad de anular la actual ley de pesca, renacionalizar
el cobre, nacionalizar la banca y los monopolios.
Pero, más allá
del significado y pertinencia de cada acción
en particular y de cada demanda específica, el terreno crucial en que se juega
el curso global de la lucha será el de la capacidad que tengamos de dotar de
un sentido unitario, claro y preciso, la lucha del pueblo trabajador por sus
derechos, intereses y aspiraciones, abriendo con ello, en una perspectiva de
gran valor estratégico, la posibilidad de desenmascarar, arrinconar y
finalmente derrotar a los poderes fácticos establecidos y a sus testaferros políticos.
Como sostenía Lenin, la tarea de los revolucionarios consiste en hacer confluir
todos los múltiples arroyuelos del descontento popular hacia un solo gran
torrente de lucha política que ponga en cuestión al sistema de explotación
capitalista en su conjunto.
En tal
perspectiva la reivindicación que, dando una orientación general a la lucha del
pueblo trabajador, permite dotar de una perspectiva unitaria a todas las batallas
no es otra que la demanda de una democracia efectiva que, en abierta
contraposición con las prácticas políticas que son inherentes al Estado
burgués, reconozca al pueblo como su único protagonista, es decir, como el
único poder soberano en todos los planos: político, social, económico y
cultural. Es eso lo que en la actual coyuntura representa la exigencia de
convocar a una Asamblea Constituyente Soberana, sin cortapisas ni
tutelajes de ningún tipo. Si la casta política y los poderes fácticos empresariales
se oponen tan tenazmente a aceptar una democratización real del sistema
político es, justamente, porque comprenden que ella constituye una amenaza para,
y a la larga resultará incompatible con, la propia existencia de la dictadura
del capital. Y si eso llegase a ocurrir, no tendrán el menor reparo en intentar
patear el tablero, como ya lo hicieron en 1973.
En esta
perspectiva, el acuerdo político dado a conocer el 15 de noviembre coloca a la
movilización popular ante la disyuntiva de aceptar encauzar la lucha por sus
demandas en el marco de la modalidad, plazos y procedimientos que ese acuerdo
señala, limitando muy severamente la soberanía popular con niveles de amarre
similares o incluso mayores a los establecidos en la actual Constitución, o bien
rechazar decididamente la pretensión de la casta política de colocarle,
mediante ese acuerdo, una camisa de fuerza y continuar exigiendo un pleno
reconocimiento y respeto al principio de la soberanía popular como real
fundamento de un orden efectivamente democrático. Esta es la gran batalla que
se encuentra ahora planteada y que enfrenta al pueblo movilizado con el grueso
del establishment político que ha cogobernado este país durante las últimas
tres décadas.
En este
contexto, solo cabe, por una parte, reivindicar los espacios democráticos que
constituyen una genuina conquista de la movilización popular, como la
posibilidad de dirimir a través de una consulta plebiscitaria el conflicto
planteado sobre la legitimidad del actual ordenamiento constitucional, de modo
que sea el pueblo quien soberanamente se pronuncie a este respecto. Y, al mismo
tiempo, denunciar y rechazar de manera tajante las trabas e interdicciones que
la casta política gobernante ha pretendido imponer mediante su acuerdo del 15
de noviembre a este mismo pueblo para que sea él quien libre y soberanamente
determine el marco normativo que ha de regir el sistema político del país.
Esto último
implica establecer para la aprobación de las normas de la nueva Constitución un
quorum que, aun siendo supramayoritario, es decir reconociendo la conveniencia
de hacerlo por una mayoría que sea significativa, por ejemplo de 4/7 o 3/5, no
lo sea hasta el punto de conferir un derecho a veto a una opción claramente
minoritaria, como ocurre con el quorum de 2/3 que se señala en el acuerdo del
15 de noviembre. Más aun, lo más democrático sería establecer la posibilidad de
dirimir a través de una consulta directa a la ciudadanía los desacuerdos que
surjan en la elaboración de las nuevas normas.
Para llevar a
cabo este combate, en todos y cada uno de los espacios en que las fuerzas
consecuentemente democráticas tengan presencia efectiva, será fundamental
desplegar un accionar político que sea a la vez claramente unitario, clasista y
democrático. Se trata de propiciar ante todo el fortalecimiento de las
instancias de lucha unitaria ya existentes o de crearlas en aquellos lugares en
que ellas no existan. A nivel global este es el caso de la Mesa de Unidad
Social en torno a la cual se agrupan hoy numerosas organizaciones sociales. A
su vez, el fortalecimiento de la reputación y capacidad de convocatoria de
tales instancias de lucha pasa necesariamente por asegurar un funcionamiento
plena y transparentemente democrático de las mismas. Es ello lo que permite construir
las confianzas que se requieren. Y, por último, es preciso bregar por que la
orientación que prevalezca en tales instancias no sea una de conciliación con
los poderes establecidos sino que guarde real correspondencia con la
disposición de lucha, intereses y aspiraciones de sus bases.
Y esto, cuya
necesidad resulta evidente a nivel de las organizaciones sociales, también lo
es en un plano más directamente político con respecto a todas las corrientes y
colectivos dispuestos a impulsar la lucha en una perspectiva de profunda
transformación social orientada a superar el capitalismo. Si bien una táctica
de frente único en este plano no sustituye la necesidad de luchar por la
construcción un genuino partido de clase, como expresión de una real y
consistente unidad programática en función de la emancipación de los
trabajadores, en las actuales condiciones de aguda dispersión de las fuerzas
que se reclaman revolucionarias representa un paso obligado para facilitar y
potenciar una acción unificada de las mismas. Ello, a su vez, creará mejores condiciones
para avanzar en el necesario proceso de convergencia programática que se
requiere para cimentar la construcción de un verdadero partido revolucionario del
pueblo trabajador.
¡Basta de abusos
y de corrupción!
Por un Chile
para todos, ¡Paso a las demandas populares!
Por una
institucionalidad democrática, ¡Asamblea Constituyente Soberana ahora!